Contrastes en el campo feminista y la crisis del ciclo progresista en América Latina: una comparación entre Bolivia, Brasil y Chile
Clarisse Goulart Paradis
Carla Beatriz Rosário Dos Santos
Resumen
A partir de 2015, la crisis del ciclo progresista se fortalece con el ascenso de coaliciones de derecha, extrema derecha, neoliberales y conservadoras, provocando nuevas interacciones contenciosas y otros modelos de gobernanza, que impactaron de manera directa en la relación entre el Estado y la sociedad civil feminista. En un balance, todavía inicial, tomamos como referencia a Bolivia, Brasil y Chile, investigando los cambios de las prioridades de la agenda feminista en los ejecutivos nacionales, balance que se enfoca en los Mecanismos para el Adelanto de la Mujer (MAM) y las Instituciones Participativas, con el fin de señalar algunas transformaciones en los patrones de participación política de las mujeres. Trazamos algunas tendencias para analizar con mayor atención los gobiernos de Dilma Rousseff, Evo Morales y Michelle Bachelet. Comparando las transiciones enfrentadas por estos gobiernos, analizamos acciones feministas contenciosas, formadas por grupos y movimientos que se posesionan fuera de los marcos institucionales.
Palabras clave interactivas:
Introducción
El ciclo progresista[1] en América Latina transformó las interacciones entre el Estado y la sociedad. En el campo feminista, esas transformaciones incluyeron la proliferación del feminismo en diversos ámbitos sociales y la institucionalización de las agendas feministas en el Estado, posibilitando una combinación de acciones contenciosas y colaborativas. La crisis del ciclo progresista se fortaleció desde 2016 y las coaliciones de derecha neoliberales y conservadoras[2] han provocado nuevas interacciones contenciosas, a partir de protestas y otros modelos de gobernanza.
El objetivo del artículo es hacer un breve balance de algunas interacciones entre el campo feminista y el Estado en América Latina, especialmente a partir de los Mecanismos para el Adelanto de la Mujer (MAM)[3] y de las Instituciones Participativas, entendiendo esos espacios como indispensables en la construcción del campo feminista. En este balance, tomamos como referencia a los países de Bolivia, Brasil y Chile.
Analizaremos con mayor atención los gobiernos de Dilma Rousseff, Evo Morales y Michelle Bachelet. A continuación, exponemos una comparación, todavía inicial, sobre los procesos que cuestionaron el legado progresista de esos gobiernos en tres momentos: 1) el ascenso de Michel Temer al poder después del golpe contra la presidenta Rousseff y los dos primeros años del gobierno de Jair Bolsonaro; 2) el periodo breve de transición[4] en Bolivia entre noviembre de 2019 y octubre de 2020; 3) los dos primeros años de mandato del presidente Sebastián Piñera.
*Clarisse Goulart Paradis: profesora adjunta de Humanidades y Letras de la Universidad de Integración Internacional de la Lusofonía Afrobrasilera (UNILAB/Bahía) e investigadora de FEMPOS (Poscolonialidad, feminismos y epistemologías antihegemónicas). Es maestra y doctora en Ciencia Política por la Universidad Federal de Minas Gerais.
**Carla Dos Santos: cursa la maestría del Programa de Posgrado en Ciencia Política de la Universidad Federal de Minas Gerais, licenciada en Gestión Pública por la misma Universidad. En la actualidad, es becaria del Instituto de Democracia y de la Democratización de la Comunicación (IDDC), parte del Programa brasilero de Institutos Nacionales de Ciencia y Tecnología (INCT).
[1] No hay consenso sobre el nombre utilizado para caracterizar este ascenso. Algunos entienden el fenómeno como “marea rosa”, entendiendo que ese color representa una izquierda roja atenuada, que disputa y actúa al interior de las instituciones del Estado para promover su proyecto político. Dagnino, Olvera y Panfichi (2006) definieron esa marea, en términos de proyectos políticos, como democrática-popular. Algunos autores se refieren a un “ciclo nacional-popular” (Lynch, 2020) e incluso “ciclo de impugnación al neoliberalismo” (Rey y Ouviña, 2018). Hay quienes adoptan el término “ciclo progresista” con comillas, en el sentido de cuestionar cuan progresista fue realmente el ciclo (Gonzalez, 2019). Optamos por utilizar ciclo progresista sin comillas, entendiendo el término progresista no tanto en términos de resultado, sino en términos de proyectos, intenciones y disputas llevadas a cabo. Además de eso, el término abarca un conjunto amplio de prácticas políticas y diferentes corrientes y matices considerados del campo de las izquierdas. Utilizamos el término “marea rosa” como sinónimo.
[2] Tampoco hay consenso sobre la denominación de estas coaliciones. Brown (2020) reconoce que el conservadurismo, lejos de seguir en paralelo al neoliberalismo, fue teorizado, desde el inicio, como requisito fundamental del proyecto político neoliberal. Biroli y otros (2020) reconocen que una de las nuevas características del conservadurismo en la región es cierta imbricación con el neoliberalismo. Utilizamos el término neoliberalismo conservador para expresar el proyecto político de esas coaliciones, aunque presenten variaciones significativas entre los países de América Latina.
[3] Órganos de los poderes ejecutivos responsables de la implementación de las políticas de igualdad de género.
[4] Diversos intelectuales, académicos y redes de investigación cuestionaron la legitimidad del gobierno de transición instaurado en Bolivia en noviembre de 2019, algunos de ellos son: Boaventura de Souza Santos (Universidad de Coimbra, Portugal), Sue Iamamoto (UFBA, Brasil), Forrest Hylton (Universidad Nacional de Colombia-Medellín), Gabriel Hetland (University at Albany, Estados Unidos), Rede Brasileira de Pesquisadores Latino-Americanistas e Caribeanistas (Rede Blac), Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (Clacso), Sección de Educación y Políticas Educativas – Asociación de Estudios Latinoamericanos (LASA). Tomando en cuenta la complejidad del momento político, cuestionaron la legitimidad de la salida de la crisis marcada por la renuncia de Evo Morales y la posesión de la senadora Jeanine Áñez.
Ciclo progresista y campo feminista en América Latina
El paso al siglo XXI en América Latina significó profundos cambios sociales, políticos y económicos. Aunque con fuertes variaciones entre los países latinoamericanos, la entrada al nuevo siglo enfrentó las contradicciones de una transición democrática que, por un lado, tendió a la pluralización, amplió los derechos de la ciudadanía y el control social, y, por otro lado, redefinió esos mismos derechos a partir de las exigencias del mercado, con la desregulación y privatización como distintivos de las políticas económicas de finales de los 80 y los 90 (Lima, 2000).
La redemocratización también incluyó las contradicciones heredadas de tiempos remotos, especialmente en el nacimiento de las repúblicas y su ensamble con los sistemas de exclusión basados en el colonialismo patriarcal. El periodo de legitimidad neoliberal en América Latina estuvo caracterizado por políticas macroeconómicas ortodoxas, por la globalización neoliberal, por la desvalorización del Estado como promotor del bienestar, por la exaltación del mercado como esfera organizadora de la vida social. El declive de su legitimidad en la región tuvo mayor impacto entre los años 2000 a 2013, impulsado por las luchas de masas y los partidos de izquierda y centro-izquierda, dando lugar al ascenso de gobiernos considerados progresistas legitimados, en mayor o menor grado, por movimientos sociales organizados (Sader, 2009; Gago, 2018; Ouviña, 2019).
Los gobiernos progresistas reposicionaron el rol de los Estados nacionales, a partir de procesos de planificación intentaron combinar el desarrollo económico con la justicia social, promovieron políticas sociales con mayor financiamiento y cobertura, y reforzaron la institucionalización de mecanismos de democracia participativa ampliando las interacciones con los movimientos sociales (Draibe y Riesco, 2011; Santos, 2010; Rey, 2012; Rey y Ouviña, 2019; Silva y Paradis, 2020).
Santos (2010) llama la atención sobre las variadas formas de reconfiguración estatal en ese ciclo en América Latina, prestando atención en dos tipos de Estado: el “Estado como comunidad ilusoria” y el “Estado de venas cerradas”. El primero se refiere a las reformas en torno a la centralidad del Estado en el manejo de la economía y de las políticas sociales, sin romper, sin embargo, con la ortodoxia neoliberal. Atiende algunas demandas populares, pero no llega a revertir las estructuras de poder dominante. El segundo hace referencia a un proceso mucho más profundo, contradictorio, desafiante y movilizador de refundación del Estado moderno capitalista y colonial, sintetizando un imaginario político emergente de superación de los sistemas de dominación capitalista, colonial y también patriarcal. Esa forma de reconfiguración supuso nuevos repertorios de demandas, nuevas gramáticas de denuncia y de acción, y nuevas ideologías (Santos, 2010).
En ese periodo, el cuadro del campo feminista sufre también transformaciones. Muchas autoras discutieron esos cambios, llamando especial atención sobre las nuevas dinámicas de participación política de las mujeres, que combinaron movilizaciones subversivas, antineoliberales y anticoloniales; presión sobre el Estado, y formas de negociación y ocupación de espacios institucionales (Carosio, 2012; Valdivieso, 2012; Alvarez, 2009, 2014; Matos, 2010, 2014; Matos y Paradis, 2013; Paradis, 2014, 2017).
Según Sonia Alvarez (2009), el fenómeno de transversalización o “mainstream” de género durante los años 90 y los 2000, es decir, el discurso de la igualdad entre hombres y mujeres que alcanza, de manera vertical, diferentes niveles de gobierno, partidos de todo el espectro ideológico e instituciones internacionales y regionales, convivió con una expansión horizontal del feminismo, que tuvo lugar en múltiples espacios sociales y culturales que la autora denomina como “sidestream” (Alvarez, 2009, p. 177).
Los encuentros del Foro Social Mundial (especialmente entre 2001 y 2009) contribuyeron a la construcción de una agenda política de campo, marcada con un barniz crítico, subversivo, de calle, atenuando las disputas que marcaron el periodo anterior, entre feministas que privilegiaban las disputas en las instituciones políticas (llamadas institucionalistas) y las feministas que privilegiaban la autonomía y se organizaban en movimientos de base y grupos feministas locales (llamadas autónomas) (Alvarez, 2003; Nobre e Trout, 2008; Paradis, 2014; Gonzalez, 2019).
La acumulación de las luchas contra la hegemonía neoliberal y las nuevas oportunidades políticas que se abrían con la elección de gobiernos considerados progresistas, que se afirmaban como interlocutores de los movimientos sociales, proporcionaron repertorios renovados de interacción entre el campo feminista y el Estado, combinando articulaciones institucionales e insertando las protestas en el ciclo de negociaciones (Silva y Paradis, 2020). Al contrario de atenuarlas, las tensiones feministas con el Estado vuelven nítidas las herencias coloniales y patriarcales de las instituciones estatales, contribuyendo a repensar los parámetros democráticos de la región (Valdivieso, 2012). Además de eso, los espacios autonomistas y de contracultura del campo feminista continuaron siendo importantes, y se multiplicaron y diversificaron (Alvarez, 2019).
Desde el punto de vista de las disputas feministas sobre el Estado, destaca la reafirmación del feminismo estatal que, en algunos países como Brasil, asume un carácter participativo (Sardemberg y Costa, 2010; Matos y Paradis, 2014; Gonzalez, 2019; Matos y Alvarez, 2018). Además de eso, fue posible identificar en ese ciclo de experimentación de transformaciones cualitativas en el feminismo estatal, al menos en algunos países, la superación de agendas tecnócratas[1] que dominaron el debate sobre las políticas públicas para las mujeres hasta finales del siglo XX.
Esas transformaciones comprenden el reconocimiento del aporte del trabajo reproductivo no remunerado para el sustento de la vida y la economía y el refuerzo de los sistemas públicos de cuidado, por ejemplo, en Uruguay; la transformación de los marcos normativos de las instituciones estales a partir de propuestas de descolonización y despatriarcalización, por ejemplo, la experiencia de Bolivia con la constitucionalización de la paridad de género en 2009; y los procesos institucionales de participación masiva, por ejemplo en Brasil. Como veremos en los casos aquí analizados, esos procesos no estuvieron libres de controversias, demostrando que el feminismo estatal se desarrolla a partir de disputas, contradicciones y conflictos (Gonzalez, 2019).
[1] “La ‘tecnocracia de género’ de los noventa congrega a una élite mestiza de mujeres profesionales que, sin una previa formación feminista, monopoliza el marco discursivo y los fondos provenientes de la cooperación para tratar el tema de la desigualdad de género, es decir, como si esta forma de desigualdad estuviera desvinculada de una sensibilidad y una praxis feminista” (Monasterios citado en Carrasco, 2013, p. 81).
Crisis del ciclo progresista y ascenso de coaliciones neoliberales conservadoras
Los límites del fin del ciclo progresista han sido estudiados y debatidos, especialmente a partir de 2015, debido a que muchos de esos proyectos atraviesan desafíos y, en algunos países, han sido derrotados por coaliciones de derecha y extrema derecha. Una agenda renovada de estudios sobre el neoliberalismo ha contribuido a analizar los problemas de orden no solo económico, también social, cultural y político de los proyectos democrático-populares de la región (Gago, 2018), entendiendo que si estos gobiernos se proyectaran a sí mismos como respuestas antineoliberales, la superación del neoliberalismo implicaría múltiples dimensiones, más allá de los gobiernos.
Es en ese marco que algunos límites del periodo progresista han sido reflexionados. Destacamos algunos: (1) las políticas de alianza y coalición y el funcionamiento del Estado y sus mecanismos a favor de la reproducción de las relaciones entre capital y poder; (2) las dificultades de leer, comprender e intervenir en múltiples dinámicas corporativas que involucran el papel de las instituciones religiosas, los modos de consumo, la interactividad y la comunicación a través de las tecnologías de la información; (3) el avance de los procesos de acumulación sobre los territorios, la violencia policial y la criminalización de la pobreza convivieron con la democratización que supuso mayor participación política y mayor redistribución de la riqueza; (4) las contradicciones en los marcos de los procesos democráticos involucraron también a las herencias coloniales, patriarcales, militaristas y patrimoniales de las relaciones de poder en la región y las dinámicas de colaboración y conflicto con las organizaciones sociales.
Para las agendas feministas, el ciclo progresista ha presentado limitaciones importantes, con variaciones significativas entre los países. Los regímenes de bienestar continuaron siendo significativamente familistas[1], es decir, anclados en el trabajo no remunerado de las mujeres al interior de las familias (Paradis, 2019). En algunos países, la limitada capacidad de sus gobiernos para enfrentar el conservadurismo, las instituciones religiosas y los sectores neoliberales ha impedido los avances necesarios en el campo de los derechos sexuales y reproductivos y la autonomía económica. Respecto a la representación política y del feminismo de Estado, se pudo percibir que, en algunos países, la debilidad de algunos Mecanismos para el Adelanto de la Mujer (MAM) fue constante, siendo solo compensada, en algunos casos, con la elección de un número considerable de mujeres en los legislativos (Silva y Paradis, 2020).
Además de ello, el declive del ciclo progresista se relaciona con el proceso actual de erosión de las democracias. Es en medio de esta reacción donde se funda la llamada “ideología de género” liderada por los actores morales conservadores que eligieron al feminismo como enemigo político. La retórica de la “ideología de género” en la última década ha sido central en las estrategias de los grupos conservadores a nivel global. En América Latina, se han implementado políticas antigénero en gobiernos progresistas, debido a que los regímenes democráticos admiten la pluralidad de actores e ideologías (Biroli et al., 2020; Correa, 2018) e incluso han ganado fuerza y protagonismo.
En este entendido, el género ha adquirido centralidad en los procesos de erosión de las democracias, así como lo fue en la profundización de la democracia a partir de la noción de inclusión, sustrato fundamental de la democracia. La cruzada contra el género que va acumulando fuerza en América Latina tiene una larga trayectoria de gestación, sin embargo, ha impulsado una ofensiva especialmente desde Brasil, desde el triunfo electoral de la derecha en 2018, impactando a toda la región.
El ascenso de la coalición de las derechas en oposición a la marea rosa es visible principalmente a partir de 2016 con la elección de Mauricio Macri en Argentina, la victoria de la oposición en las elecciones parlamentarias en Venezuela, la derrota de Evo Morales en el plebiscito sobre la reelección, el golpe a Dilma Rousseff en Brasil, además de la elección de Donald Trump. En 2018, se destaca la elección de Sebastián Piñera en Chile, el apresamiento de Luiz Inácio Lula Da Silva, la victoria electoral de Jair Bolsonaro en Brasil, y al final de 2019, la caída de Evo Morales en Bolivia.
A pesar de que este cuadro está en pleno desarrollo, nos convoca a leer el campo feminista a la vista de los contornos del actual ascenso de las derechas al poder. Para ello, como se introduce en este artículo, analizaremos específicamente los casos de Bolivia, Brasil y Chile.
[1] Se consideran regímenes familistas aquellos en los que el principal locus de bienestar es la familia, en detrimento del Estado y del mercado (Paradis, 2019).
Las agendas feministas en el ciclo progresista y en el periodo de crisis en Brasil, Chile y Bolivia
En Brasil, el ciclo progresista puede ser comprendido entre los años 2003, con la elección del primer obrero en la historia de Brasil, y 2013, con el impeachment de la primera mujer presidenta del país, ambos gobiernos postulados por el Partido de los Trabajadores. Gobernando a partir de una coalición con partidos tradicionales de centro, la agenda feminista fue limitada a algunas instituciones en el poder ejecutivo y en instituciones participativas. La elección de Dilma Rousseff tuvo una repercusión importante, pues a pesar de no haber posesionado un gabinete paritario, en ese periodo incluyó a muchas mujeres en el núcleo duro del gobierno. Para dirigir la Secretaría Política para las Mujeres (SPM) y para la Secretaría de Políticas de Igualdad Racial (SEPPIR), nombró dos ministras con reconocida trayectoria feminista. En cuanto a las leyes que apoyó, destacan la enmienda constitucional que reglamenta el trabajo del hogar, cuyos derechos no eran iguales a los de los trabajadores en general, y la ampliación de los servicios públicos para las mujeres víctimas de violencia (Carvalho, 2018).
El deterioro de las relaciones al interior de la coalición de gobierno que llevaron al impeachment fue a su vez facilitado por la crisis económica, el fortalecimiento de la agenda anticorrupción en el poder judicial y la concentración empresarial de los medios de comunicación, entre otros factores. De acuerdo con Biroli (2016), el mayor acceso de las mujeres, muchas feministas, al gobierno federal, además de la elección de una mujer como presidenta, activó un blacklash conservador que indujo al golpe. En el gobierno de Temer, la aprobación de reformas laborales y de seguridad social, el nombramiento de solo hombres para los ministerios y sus declaraciones en las que se reforzaban los roles tradicionales de género (Rangel y otros, 2021) significaron un giro político. La elección de Bolsonaro intensificó, fundamentalmente, el desmantelamiento de la agenda feminista en el Estado y significó un giro para el activismo institucional en favor de una agenda conservadora sobre los roles de género.
En Chile, el proyecto neoliberal y conservador que fue instituido en el periodo militar casi no fue alterado por la transición democrática, a diferencia de Brasil (Gonzalez, 2019). Hay cierto consenso en que la elección de Bachelet tuvo un impacto significativo en la agenda feminista (Tobar, 2009; Gonzalez, 2019). En el primer gobierno inaugura la paridad entre ministros/as en el país e incluye la agenda feminista en el centro de la agenda gubernamental. En el segundo gobierno inaugura una agenda más intensa con la presentación del proyecto de ley que legaliza el aborto en los casos en los que la madre se encuentre en riesgo, en casos de malformación fetal o de embarazo causado por violación (aprobada en 2017) (Gonzalez, 2019).
Los gobiernos de Bachelet no estuvieron libres de crítica. La dependencia de las coaliciones de centro, la estructura neoliberal del gobierno y la dificultad de negociar avances en el legislativo impusieron límites al proceso (Gonzalez, 2019; Silva y Paradis, 2020). La elección de Piñera en 2018 marcó la profundización de las críticas a los límites del ciclo progresista liderado por Bachelet. Sin embargo, la “explosión feminista” (Gonzalez, 2019, p. 174) y el “reventón social” (Vergara, 2019) que emergen en ese periodo desestabilizaron la capacidad política del proyecto neoliberal conservador.
Mientras, en el ciclo progresista, las reconfiguraciones del Estado en Brasil o Chile pudieron ser identificadas, según la tipología de Santos (2010), como “Estado-comunidad-ilusoria”, las reconfiguraciones bolivianas son próximas del “Estado de venas cerradas”. El ascenso del Movimiento al Socialismo – Instrumento Político para la Soberanía de los Pueblos (MAS-IPSP) al poder en Bolivia en 2006, a partir de la elección del primer presidente indígena del país, Evo Morales, significó un nuevo imaginario social del país, en relación al protagonismo de la población indígena y de los movimientos sociales y del rol del Estado en la construcción de un nuevo marco civilizatorio. Al contrario de Brasil y Chile, el MAS-IPSP no dependía de coaliciones con otros partidos para obtener poder político y su carácter de “partido-movimiento” facilitó la incorporación de agendas de los movimientos de mujeres, especialmente provenientes de los movimientos populares e indígenas (Rousseau; Ewig, 2017).
La Constitución boliviana, aprobada en 2009, avanzó significativamente en los derechos de los pueblos indígenas y de las mujeres en general (Rousseau y Ewig, 2017). Como muestran Rousseau y Ewig, los aportes en el campo del movimiento amplio de mujeres (incluidas las organizaciones políticas de mujeres indígenas en entidades paralelas a las indígenas mixtas) implicaron un saldo positivo de incidencia en el texto constitucional, pese a las contradicciones y disputas del proceso. La aprobación de la paridad política no solo incluyó mujeres en general, sino que marcó una presencia pionera (y masiva) de las mujeres en el Estado (Carrasco, 2013; Rousseau y Ewig, 2017).
Los límites y desgastes del proceso progresista en Bolivia estuvieron relacionados con la pérdida del apoyo de las clases medias y con conflictos con movimientos sociales que criticaban el neoextractivismo del gobierno (Santos, 2019) y el défict democrático que culminó en una maniobra para que Morales pudiera postular nuevamente, contraria al resultado del plebiscito en el que la mayoría de la población rechazó la posibilidad de su repostulación (Stefanoni, 2020). En los últimos meses de 2019, ganaron fuerza los grupos opositores al MAS-IPSP, que a partir de estrategias que variaron entre batallas discursivas y el uso extensivo de la violencia, impusieron la anulación de las elecciones nacionales, la renuncia de Evo Morales, su exilio y la posesión de un gobierno transitorio a la cabeza de la senadora Jeanine Áñez (Molina, 2019). Aunque menos duraderos u organizados como los giros en el contexto brasileño y chileno, los acontecimientos en el país han intensificado las disputas y cuestionamientos sobre el legado del proyecto político del MAS-IPSP.
De acuerdo con Molina, el nuevo bloque de poder en el país estuvo conformado por la alianza entre fuerzas militares y policiales, medios de comunicación, sectores de las clases medias, entre otros. Representó un cambio significativo en el perfil de clase, raza/etnia y región, con intención de refundar el país contra el legado de la izquierda indígena del MAS (Molina, 2020). El discurso religioso fue fundamental para Áñez, que tomó posesión agarrando una Biblia. De acuerdo con Ester y García, que analizaron el discurso de Áñez sobre la pandemia de la COVID-19, las menciones a Dios y la familia son recurrentes (Ester y García, 2020).
Los Mecanismos para el Adelanto de la Mujer (MAM) en el ciclo progresista y en el ascenso de las derechas
La Secretaría de Política para las Mujeres (SPM) de Brasil, creada en 2003, fue un marco para la inclusión de la agenda feminista en la escala más alta del gobierno. Pese a que contaba con una estructura deficiente (en 2011, el presupuesto de la SPM era de 0,52 centavos de dólar por mujer, muy inferior al caso chileno, como veremos) (Paradis, 2013), su capacidad de influencia política fue importante, financiando proyectos de la sociedad civil, articulando con los gobiernos subnacionales y proporcionando interacciones participativas importantes (Silva y Paradis, 2020). Sin embargo, ya en el inicio del gobierno de Dilma, comenzaron las presiones del Congreso para desmontar la SPM. En 2011, Rousseff se puso firme en defensa de la Secretaría (2011b), y en un momento de fragilidad política, en 2015, creó el Ministerio de las Mujeres, de la Igualdad Racial y de los Derechos Humanos, dejando a la SPM en segundo nivel jerárquico. Luego del impeachment, hubo un desmantelamiento institucional de la SPM, marcado por una serie de cambios en la jerarquía gubernamental, por varias sustituciones en las autoridades máximas de la Secretaría, además de un giro conservador en el perfil de las políticas y de sus gestoras.
En 2016, Michel Temer eliminó el Ministerio de Mujeres, la Igualdad Racial, la Juventud y los Derechos Humanos y la SPM fue vinculada al Ministerio de Justicia, que pasó a llamarse Ministerio de Justicia y Ciudadanía (Ley 13341, 2016). Meses después, se integró la SPM al nuevo Ministerio de Derechos Humanos, de acuerdo a la medida provisoria[1] N° 768 2017a) y, luego, pasó a ser un órgano de tercer nivel jerárquico vinculado a la Presidencia de la República (Ley N° 13502, 2017). En 2018, la SPM sufrió una nueva alteración, pasando nuevamente al Ministerio de Derechos Humanos (Decreto N° 9417, 2018). Con la elección de Jair Bolsonaro, la SPM, ya descaracterizada, pasó a ser parte del nuevo Ministerio de la Mujer, la Familia y los Derechos Humanos (Ley N° 13844, 2019).
La inestabilidad institucional fue acompañada por una disminución significativa del presupuesto (Rangel y otros, 2021) y por diversos cambios en la titularidad de la Secretaría. Entre 2016 y 2019, la Secretaría tuvo cuatro titulares diferentes. La primera secretaria, posterior al golpe, fue la diputada Fátima Pelaes, diputada federal por el Estado de Amapá del Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB), quien en 2002 se convirtió a la Iglesia Evangélica y, desde entonces, comenzó a reconsiderar su posición sobre los derechos de las mujeres, asumiendo una postura conservadora. El nombramiento desencadenó una protesta organizada en la sede de la Secretaría por parte de servidores del gobierno (Peduzzi, 2016). Con la elección de Bolsonaro, la SPM pasó a integrar de manera definitiva la lista de políticas conservadoras del gobierno. La ministra de la Mujer, la Familia y los Derechos Humanos es una misionera evangélica ultraconservadora, que rechaza abiertamente la agenda feminista y la supuesta “ideología de género” (Rangel y otros, 2021).
En Chile, el Mecanismo para el Avance de las Mujeres, llamado Servicio Nacional de la Mujer (Sernam), fue instituido en 1991 como órgano descentralizado, ligado al ex Ministerio de Planificación y Cooperación (ahora denominado Ministerio de Desarrollo Social y Familia). De veinte países de la región analizados en 2011, el Sernam ocupaba el tercer puesto en cuanto a presupuesto calculado por mujer (4,60 dólares) (Paradis, 2013).
En 2015, Michelle Bachelet fundó el Ministerio de la Mujer y la Equidad de Género, que empezó a desarrollar funciones en 2016. Como afirma Gonzalez (2016), la creación del Ministerio supuso mayores condiciones de transversalización del enfoque de género en las políticas y mayor acceso a recursos financieros y humanos. De hecho, en 2017 el Ministerio presentó un presupuesto significativamente mayor del asignado al Sernam (8,63 dólares por mujer). Además de ese avance, se destaca el nombramiento de Claudia Pascual Grau (Partido Comunista) como ministra, con reconocida trayectoria en el campo feminista (Gonzalez, 2019).
Los dos primeros años del gobierno de Sebastián Piñera fueron polémicos y controversiales en relación al nombramiento de ministras. La primera de ellas, Isabel Plá (Unión Democrática Independiente UDI), rechazaba abiertamente el proyecto de despenalización del aborto y su accionar en cuanto a las cuestiones de género estuvo vinculado a la agenda neoliberal y conservadora de la coalición gobernante. En cierta ocasión, comparó el aborto con la esclavitud y la pena de muerte, como las mayores injusticias de la humanidad (Casanova, 2018). En noviembre de 2019, una protesta de cientos de mujeres en la puerta del Ministerio exigió la renuncia de la ministra. Las manifestantes la acusaron de ser cómplice de las violencias sufridas por las mujeres en las protestas que se apoderaron de Chile (C. R., 2019). En marzo de 2020, Plá renunció y fue nombrada como ministra Macarena Santelices (UDI), sobrina nieta de Augusto Pinochet y abiertamente antifeminista (Valenzuela, 2020). Estuvo apenas 35 días en el cargo y renunció después de una fuerte presión social, incluyendo una campaña en redes con la etiqueta: #NoTenemosMinistra. Su paso por el Ministerio fue turbulento y lleno de polémica, tal es el caso de una campaña televisiva en la que relativizaba la violencia contra las mujeres, así como el nombramiento de un organizador de un concurso de belleza para la división de estudios del Ministerio (Valenzuela, 2020). Después de Santelices, Mónica Zalaquett asumió el Ministerio. Con trayectoria en el mundo empresarial y con carrera política en la UDI, también rechazaba abiertamente la despenalización del aborto. El giro en el perfil de las ministras y el alejamiento de la agenda feminista no fue, sin embargo, muy significativo en términos presupuestarios. En 2019, el presupuesto fue de 7,91 dólares por mujer (Ministerio de la Mujer y la Equidad de Género, 2019).
En Bolivia, los primeros mecanismos para el adelanto de la mujer fueron instituidos a inicios de los años 90, en órganos de menor jerarquía y que eran responsables de múltiples agendas. El gobierno del presidente Morales no alteró significativamente ese cuadro. El Viceministerio de Igualdad de Oportunidades (VIO), creado en 2009, dependiente del Ministerio de Justicia y Transparencia Institucional, se mantuvo como una institución frágil. En 2012, su presupuesto era de 0,03 centavos de dólar por mujer (Paradis, 2013). El año siguiente, a partir de la acción política de algunas ex constituyentes indígenas, el gobierno creó la Unidad de Despatriarcalización (UD), un órgano dependiente del Viceministerio de Descolonización, dependiente a su vez del Ministerio de Culturas y Turismo. Si por un lado su creación simbolizó el reconocimiento del patriarcado como problema político, por otro lado, también se mantuvo con una estructura deficiente en lo más bajo de los niveles jerárquicos del gobierno (Silva y Paradis, 2020). Las agendas del VIO y la UD, a pesar de algunas confluencias, se dividían entre una perspectiva de “equidad de género” y un “horizonte indígena”, respectivamente (Carrasco, 2013, p. 81).
En 2019, el gobierno de Evo Morales implementó dos nuevas instituciones dependientes del Ministerio de Justicia y Transparencia Institucional: el Servicio Plurinacional de la Mujer y de la Despatriarcalización “Ana María Romero” y el Gabinete Especial de Lucha contra la Violencia hacia la Mujer y la Niñez. El primero es responsable de monitorear y evaluar el cumplimiento de las políticas de despatriarcalización y el segundo busca transversalizar la política contra la violencia entre varios ministerios (Decreto Supremo 3774, 2019).
Durante el periodo de gobierno de Jeanine Áñez, las instituciones de género del país pasaron por cambios en su composición. Destaca la alta rotación de directivos en este corto periodo. En el VIO, el gobierno de Áñez nombró dos hombres para esa cartera (Correo del Sur, 2019; Abi, 2020). El Viceministerio de Descolonización (VD) también fue dirigido por diferentes autoridades en ese corto periodo. En julio de 2020, Áñez eliminó varios ministerios, incluyendo el Ministerio de Culturas y Turismo, sitio simbólico del proceso de transformaciones emprendido por el MAS (Decreto Supremo 4257, 2020), desatando protestas en la ciudad de La Paz (Sputnik, 2020). En el Servicio Plurinacional de la Mujer y Despatriarcalización, el cambio de la Directora General Ejecutiva fue marcado por la transición de un perfil relacionado con las organizaciones feministas de la sociedad civil al de una joven con un perfil más alineado con la “tecnocracia de género” (Ministerio de Justicia y Transparencia Institucional, 2019).
[1] La medida provisoria es un instrumento con fuerza de ley, prerrogativa del presidente de la República, utilizada en casos de relevancia y urgencia. Su efecto es inmediato, válido hasta por 120 días. En caso de no ser aprobada por la Cámara y el Senado en ese periodo o si es rechazada, pierde su vigencia (Cámara de Diputados, 2020).
Instituciones participativas y las interacciones entre movimientos de mujeres feministas y el Estado
Algunas experiencias recientes de reorganización institucional en América Latina introdujeron la perspectiva de la participación social en los mecanismos de las políticas. En la década de 1990, fue necesario articular varios mecanismos de participación para refundar la noción de representación, introduciendo a la sociedad civil en los procesos de las políticas públicas (Coelho, Filho y Flores, 2011). Esas experiencias estuvieron relacionadas, principalmente, con los procesos de redemocratización de los países.
En Brasil, la década del 80 trajo un sinnúmero de experiencias participativas de institucionalización de demandas, redes y articulaciones feministas que se propusieron orientar las políticas públicas para las mujeres disputando proyectos de gobierno que incluían nuevos actores en la gestión de políticas públicas. En 1985, se creó el Consejo Nacional de los Derechos de la Mujer (CNDM) y, luego, en 1986, el Consejo fue responsable de lanzar la campaña “Constituinte sem mulher fica pela metade” (la constituyente sin mujeres se reduce a la mitad), proponiendo la representación femenina en el proceso constituyente, articulándose con las integrantes de la Bancada Femenina en el Congreso Nacional y otras redes feministas y organizaciones (Pimenta, 2010; Schumaher, 2018).
La década de 1990 acompañó la institucionalización de la participación de los movimientos feministas, con las actoras optando por no centralizar la acción a partir del CNDM, sino a partir de las articulaciones internacionales. En el mismo periodo se observó la absorción de las cuestiones de género por parte del neoliberalismo con el impulso de la “oenegeneización” (Alvarez, 1999). En 2003, la creación de la Secretaría de Políticas para las Mujeres (SPM) impactó tanto en el ingreso de actoras que no tenían acceso a las instituciones, como en el propio diseño institucional del Consejo, que llegó a tener mayor enfoque en el control social (Almeida, 2020). De esta manera, los gobiernos del Partido de los Trabajadores son identificados en la historia de los movimientos feministas como un nuevo punto de partida. En este periodo (2003-2016), se experimentó una serie de innovaciones democráticas –por ejemplo, las Conferencias de Políticas para las Mujeres–, capaces de incluir e influenciar en el debate público con la ampliación de espacios de articulación y fluidez de las redes feministas (Matos y Alvarez, 2018).
La serie de experiencias institucionales participativas fue interrumpida con el impeachment a la expresidenta Dilma. En este contexto, se produjo también la segunda renuncia colectiva del CNDM. Algunas integrantes reaccionaron a la apertura del proceso con una carta de renuncia colectiva en la que denunciaron el “golpe parlamentario-jurídico-mediático” y manifestaron que el gobierno provisional era ilegítimo, el Consejo quedó desocupado hasta octubre de ese año (IPEA, 2020).
Tanto la SPM como el CNDM se convirtieron en espacios con liderazgos que no representan el proyecto feminista de la sociedad, lo que tiene fuertes impactos en las políticas públicas para las mujeres. Desde 2016, ha habido una marcada diferencia en el perfil de las consejeras de la organización (IPEA, 2020), que están directamente alineadas con el perfil conservador vinculado a las Iglesias y sin trayectoria feminista.
Finalmente, en el gobierno de Jair Bolsonaro, se editó el Decreto N° 9759, con el fin de extinguir innumerables Consejos Nacionales de Política Pública. A pesar de la permanencia del CNDM que se crea por ley, consideramos que esta Medida Provisional se puede identificar como una fuerte amenaza para todos los órganos de participación. Además de la existencia formal de la CNDM manteniendo su espacio, algunas encuestas apuntan a la baja resiliencia institucional del Consejo, ya que el actual gobierno ha incentivado otras formas para que la institución pierda su capacidad, como el presupuesto y la atomización de demandas feministas (Almeida, 2020).
Los cambios institucionales introducidos en el CNDM para el fortalecimiento de la sociedad civil sin la concomitante alteración de su poder de deliberación política no fueron suficientes para generar un proceso de sostenibilidad y adaptación al contexto del golpe. Además de este contexto, Almeida (2020) observó innovaciones en los repertorios feministas, principalmente de las actoras sociales, pero sin resiliencia del CNDM, una vez que esos repertorios volvieron donde las feministas nunca estuvieron ausentes: las calles, las protestas, las marchas. Así, la arena del CNDM dejaría de ser central, sin embargo, como en contextos anteriores, tuvo lugar una continuidad con las apuestas en el ámbito institucional y no institucional al mismo tiempo.
En Chile, en 2011, se aprobó la Norma General de Participación en la Gestión Pública del Servicio Nacional de la Mujer, que en su artículo 1 establece la institucionalización de la participación ciudadana –que fuera anunciada ya en 2006–, en ese caso, para la regulación de las formas de fortalecimiento de organizaciones de la sociedad civil y de la participación de mujeres en sus actividades. Los mecanismos fortalecidos fueron las consultas ciudadanas, el acceso a la información, los consejos de la sociedad civil y las cuentas públicas participativas. A pesar de esa institucionalización de la participación, Gonzalez demuestra que la actuación del Sernam fue aislada en comparación con Brasil. Como afirma la autora, “(…) el campo institucional chileno se mostró poco receptivo y mantuvo una distancia clara y delimitada entre sus agendas y las demandas de los movimientos feministas y de mujeres a lo largo de estas casi tres décadas de existencia del SERNAM” (Gonzalez, 2019, p. 112).
En el marco del gobierno de Sebastián Piñera, a partir del Ministerio de la Mujer y la Equidad de Género, se conforma una gestión pública participativa con la composición del Consejo de la Sociedad Civil (COSOC) formado por quince mujeres que representan entidades de la sociedad civil. Consideramos que los perfiles de esas organizaciones tienen una perspectiva empresarial de las políticas públicas para las mujeres, promueven la equidad de género en el ámbito privado empresarial; perspectivas mercadológicas con corporaciones privadas, sin fines de lucro, que desarrollan programas de liderazgo, capacitación y tutoría para mujeres, y de una perspectiva en torno del derecho y respeto a la vida y la promoción de la familia nuclear[1]. Es posible constatar que la lógica familista y la lógica mercadológica y conservadora, muy alineadas al neoliberalismo, están muy presentes, activas y haciendo una oposición efectiva a las políticas de género progresistas pensadas por y para la vida de las mujeres.
En Bolivia, ya en el inicio del siglo XXI, se intensificó un proyecto democrático-participativo con la llegada de Evo Morales (MAS-IPSP) a la presidencia, impulsando mecanismos populares de participación y control social[2], con énfasis en lo local. La participación política de las mujeres en Bolivia fue intensa en los procesos en torno a la reciente Constitución del país. Alianzas entre los movimientos indígenas (y sus sectores de mujeres) y los movimientos populares de mujeres contribuyeron para que se consolide con éxito una agenda de derechos de las mujeres en la Asamblea Constituyente. En el modelo regulado por la legislación boliviana se encuentran los Consejos Locales Comunitarios en favor de la defensa de la mujer, situados en los departamentos. Aquí, son organizadas las Cumbres Municipales de Mujeres, responsables de elaborar y monitorear los planes de políticas para las mujeres, especialmente sobre el tema de violencia. Las Cumbres también coadyuvan en la incorporación de los Presupuestos Sensibles al Género (PSG) a la Programación Operativa Anual (POA)[3].
[1] Las 15 organizaciones electas para el Consejo en marzo de 2019 pueden ser consultadas en: https://minmujeryeg.gob.cl/?page_id=31234.
[2] Los artículos 241 y 242 de la Constitución Política del Estado Plurinacional de Bolivia de 2009.
Consideraciones finales
El saldo del ciclo progresista y la capacidad de desmontar su legado por las coaliciones conservadoras y neoliberales varían en los tres casos. Pese a que concentramos nuestro análisis en las interacciones que ocurrieron en las instituciones del Estado, ese cuadro solo puede completarse con un balance de las acciones feministas fuera/contra el Estado, sea a partir de protestas o del sinfín de formas de incidencia política. En Chile, Brasil y Bolivia[1] ha tenido lugar un incremento de las acciones feministas contenciosas, formadas por grupos y movimientos que se posesionan fuera de los marcos institucionales.
El breve y limitado análisis presentado sugiere que en los tres países hubo transformaciones en las interacciones en el campo feminista que alcanzaron el Estado, aunque con variaciones entre los casos. En Bolivia, no hubo tiempo ni condiciones para desmantelar completamente la institucionalidad impuesta por la Constitución de 2009. Sin embargo, el breve mapeo expuesto nos sugiere que el gobierno transitorio intentó desplazarse, aunque con límites, de una agenda de despatriarcalización del Estado a una tecnocracia de género con tintes conservadores.
En Brasil, el caso es más dramático, presenta desmantelamientos concretos desde 2016 con el giro conservador/religioso más intenso de los tres casos. Además de ello, la inversión del cuadro se muestra bastante incierta. Es posible percibir un giro del feminismo estatal participativo hacia un activismo institucional de barniz antifeminista y religioso.
El caso chileno, por su parte, muestra una disputa de rumbos. El gobierno de Michelle Bachelet fortaleció una agenda feminista más democrática, aunque basada en cierta tecnocracia de género. El gobierno de Sebastián Piñera, por su parte, ha reforzado el carácter neoliberal y conservador de esa tecnocracia. El fortalecimiento del feminismo y de la paridad, incluido en el ciclo de protesta actual y el proceso constituyente conquistado en las urnas, abren posibilidades de oportunidad para revertir el cuadro.
Consideramos que las instituciones participativas, sobre todo las que conforman la interacción Estado – sociedad civil feminista, tienen poca capacidad de resiliencia contenciosa, de integración de ciclos de negociación, para promover protestas. Eso, debido a que las Instituciones Participativas son instituciones altamente democratizadas, democratizadoras y que fácilmente absorben la pluralidad de la sociedad civil; también son bastante porosas, inclusive actoras/es con perfiles que históricamente estuvieron alejados de la temática de las políticas públicas para las mujeres, ahora encontraron, en esas instituciones, espacios para oponerse a las demandas históricas del movimiento feminista –como es el caso de la entrada de gestoras con perfil conservador, ligado a las iglesias en militancia activa contra la despenalización del aborto–.
[1] En Bolivia destaca el accionar del movimiento “Mujeres Creando”.
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