Entre la alternancia y la paridad. Acoso político a las mujeres indígenas

Entre la alternancia y la paridad. Acoso político a las mujeres indígenas

Elizabeth López Canelas

Resumen

El presente trabajo pretende poner en evidencia la necesidad de generar procesos de discusión sobre un tema que aún no ha sido estudiado a profundidad, como es la “gestión compartida” y su relación con el incremento de la violencia política hacia las mujeres. Metodológicamente, el artículo es el resultado del espacio de discusión “Análisis de casos de mujeres indígena originaria campesinas (IOC) candidatas o electas, que suscriben acuerdos de gestión compartida, en el marco de la jurisdicción IOC”, propiciado por IDEA Internacional y el Área de Género del Tribunal Supremo Electoral. El artículo parte de un análisis de la estructura patriarcal del espacio político, como marco para la discusión de la violencia y el acoso político y, de manera específica, sobre los casos de gestión compartida.

Palabras clave interactivas:

Violencia política hacia las mujeres, un problema global

El informe Mujeres 2016 de la ONU da cuenta de cifras alarmantes en relación a la violencia y el acoso político contra mujeres. El estudio realizado en 39 países de América Latina establece que el 81,8 % de las mujeres que participan de alguna instancia de poder político sufrieron violencia psicológica, el 46 % temía por la seguridad de su familia, el 44,4 % ha recibido amenazas de muerte, violación, agresión física o secuestro y un 25 % ha sufrido violencia física en sus sitios de trabajo. El acoso y la violencia política a las mujeres no es un problema local, es un problema estructural global.

Este escenario global tiene que ver con lo que Lagarde denomina la democracia moderna, misma que es excluyente y no considera una participación protagónica de las mujeres. La participación política de las mujeres ha sido realizada desde la “marginalidad democrática”, desde las periferias de la democracia (Lagarde, 1999).  En otras palabras, la participación de las mujeres, en el escenario político, ha sido desde la exclusión permanentemente y las relaciones de poder asimétricas lideradas por una hegemonía patriarcal. Por ello, es necesario comprender que no solamente se busca eliminar las asimetrías del ejercicio del poder entre hombres y mujeres, sino también, se busca tomar espacios de acción y decisión que han sido tradicionalmente negados a las féminas. Entonces, la violencia política contra las mujeres es el recurso extremo de control a la participación de las mujeres en su incursión en el ámbito público y político (ACOBOL, 2018).

Para las mujeres de organizaciones indígenas y campesinas, la situación es aún peor, viven la paradoja de una mayor participación en la política, junto al aumento del acoso y la violencia política. En Guatemala, la incursión  de las mujeres indígenas en espacios de decisión al interior de sus propias organizaciones ha sido un proceso de construcción y debate, tal como lo manifiesta Magdalena Sarat Pacheco, maya quiché de la Coordinación y Convergencia Maya Waqib’ Kej “(…) normalmente en todas las organizaciones mixtas siempre hay mujeres, pero muchas veces no se visualiza la participación o no se reconoce el aporte que la mujer pueda dar a esa organización”[1], argumentación que reafirmaba la importancia de construir una agenda propia desde las mujeres indígenas y para las mujeres indígenas, misma que visibilizará sus liderazgos.

Al ser un problema estructural que atinge a todas las mujeres, se ha desarrollado una serie de acuerdos internacionales que sirven como marco base para tratar situaciones de violencia y acoso político a las mujeres; documentos clave son la Convención para la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer (CEDAW, 1979) y la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la violencia contra la Mujer (Belém do Pará, 1994). Ambos, ratificados por el Estado Boliviano el año 1990 y 1994, respectivamente.

Los Estados Partes que han ratificado la Convención se comprometen a implementar medidas para cumplir estas recomendaciones, para ello, deben remitir informes, con una periodicidad de al menos cuatro años, sobre las medidas que han aplicado para cumplir las obligaciones contraídas tras ratificar el tratado. Más recientemente, el 2015, en conmemoración de los 20 años de la Cuarta Conferencia Mundial sobre la Mujer, celebrada en Beijing – China, 189 países asumieron compromisos y acuerdos respecto a la igualdad de género y garantizar el pleno ejercicio de los derechos para las mujeres y las niñas y garantizar la participación de las mujeres en la vida política y en el acceso a los cargos públicos.

Para el caso boliviano, siguiendo las recomendaciones internacionales, se han dado avances significativos en el tema normativo para facilitar una mayor participación de las mujeres en el escenario político. Entre los más relevantes: la Constitución Política del Estado Plurinacional (2009), la Ley 031 de Autonomías y Descentralización “Andrés Ibáñez” (2010)[2] y la Ley 243 Contra el Acoso y Violencia Política hacia las Mujeres (2012), la Ley 348 Integral para garantizar una vida libre de violencia, la Ley 026 Del Régimen Electoral (2010), y la Ley de Organizaciones Políticas 1096[3] (2018). Sin embargo, los casos de acoso y violencia política no han cesado. Datos del Observatorio de Paridad y Democracia establecen que entre enero y septiembre del 2018 se presentaron 90 denuncias por acoso y violencia política ante el Órgano Electoral Plurinacional; del total de denuncias, 16 (18 %) fueron situaciones de renuncia en las que se constató indicios de acoso y violencia política, 71 casos (79 %) fueron presentados ante los Tribunales Electorales Departamentales y al menos en tres casos (3 %) no formalizaron las denuncias.

[1] Entrevista realizada en la I Cumbre Continental de Mujeres Indígenas, mayo 2009, en el marco de la IV Cumbre Continental de los Pueblos Indígenas del Abya Yala, Puno.

[2] Ha permitido otorgar las facultades y competencias en materia de género a las entidades territoriales autónomas y, por tanto, la asignación de recursos económicos para el financiamiento de las acciones definidas en sus propias planificaciones.

[3] La Ley de Organizaciones Políticas establece que las organizaciones políticas deben desarrollar un régimen de despatriarcalización, definiendo acciones y sanciones en casos de acoso y violencia política. Prevé también que las organizaciones políticas deben respetar la paridad y alternancia del 50 % de mujeres y hombres para procedimientos democráticos internos, nominación de candidaturas, designación de delegaciones y para los niveles de decisión y deliberación.

La patriarcalización de la representación política

Sin lugar a dudas, la importancia de la Ley 243 Contra el Acoso y Violencia Política hacia las Mujeres[1] es que proporciona seguridad jurídica a las mujeres que incursionan en política. El acoso y la violencia política se traducen en acciones que van desde la violencia física, psicológica, sexual, incluyendo secuestros, intimidación y asesinato. Por lo tanto, sin importar la experiencia que las mujeres puedan haber adquirido como autoridades o lideresas en sus lugares o gremios de origen, el impulso a la participación de las mujeres en la vida política ha sido en situación de desventaja[2], reproduciendo condiciones de subordinación e inequidad típicas de una cultura patriarcal (Brokman, 2017). Este, sin duda, no es el mejor escenario para las mujeres, sin embargo, es el momento de avanzar en lo que Carmen Sánchez denomina la “destradicionalización” de la política, de la sociedad y la familia (Farah y Sánchez, 2017); es decir, hay que internalizar que la violencia política infringida a las mujeres es en realidad el reflejo de las relaciones interpersonales, que bajo el denominativo de “tradición” naturalizan el menosprecio de la participación pública de las mujeres (Cerva, 2014).

El sistema patriarcal se ha enraizado en todas las estructuras orgánicas. Por ejemplo, el mismo debate fue realizado en el Consejo Nacional de Ayllus y Markas del Qullasuyo (CONAMAQ), las Mama Autoridades[3] explicaban que si bien el CONAMAQ es una organización reconstituida sobre la base de la participación de la pareja en “chacha warmi” (varón-mujer), donde por usos y costumbres la mujer tiene que participar “(…) aún persiste el machismo en la organización. Por ejemplo, en las marchas los Tatas (varones) van adelante y las Mamas (mujeres) atrás, por lo que se ha exigido que la participación en las marchas tiene que ser en pareja[4]”.

El análisis por las mujeres autoridades evidenció, además, que el “chacha warmi” no les permitía ocupar espacios políticos y que al desconocer sus derechos no podían ejercerlos y sufrían discriminación y marginación como mujeres indígenas[5]. Las razones de la baja participación política de las mujeres, se explica –desde ellas mismas– por los bajos niveles de escolaridad, la dificultad de manejar el idioma oficial, las recargadas tareas domésticas y la sobrevaloración de la autoridad masculina. Esta reflexión nos permite evidenciar que hay una autocrítica femenina, que trata de desnaturalizar un orden social instalado (Romero, 2013).

No es la finalidad de este texto ahondar sobre el principio del “chacha warmi”, la mención tiene que ver con la necesidad de establecer que el sistema patriarcal está presente en todos los niveles orgánicos y de representación política partidaria y no partidaria.

[1]El 2012, se promulgó la Ley N° 243 Contra el Acoso y la Violencia Política, no obstante, la recepción de renuncias y denuncias se inicia en el año 2017, pues ese año se emitió la Resolución RES-RSP-ADM 0158/2017 del Tribunal Supremo Electoral, que aprueba el Reglamento para el trámite de renuncias y denuncias de mujeres candidatas, electas, designadas o en función político-pública.

[2] Evidentemente, la participación de las mujeres como asambleístas departamentales subió de un 27 % en el 2010 a un 45 % en el 2015. En las elecciones municipales de 2015, se eligió al 51 % de mujeres como concejalas titulares y al 49 % como suplentes, alcanzando el criterio de paridad, lo que representa un importante aumento respecto a gestiones anteriores.

[3] Nombre con el que se designa de manera coloquial a las mujeres líderes, esposas de las autoridades varones.

[4]Memoria del Encuentro Regional Preparatorio de la Coordinadora Andina de Organizaciones Indígenas, para la II Cumbre Continental de Mujeres Indígenas del Abya Yala a realizarse en Lima el 2013.

[5] Documento de análisis de la coyuntura, sobre la Situación de los derechos de las mujeres indígenas originarias, Oruro, septiembre de 2013.

Violencia y acoso político

Hemos establecido que tanto el acoso como la violencia política tienen la finalidad de obligar a las mujeres a dimitir de sus cargos, para favorecer a un varón. Los mecanismos por los cuales se presiona y ejerce violencia contra las mujeres son diversos, sin embargo, se ha identificado una “ruta de la violencia política” que se inicia con presiones para que renuncien, para recurrir a diversas acciones como:

 (…) la prohibición o restricción en el uso de la palabra, obstáculos e impedimentos explícitos para evitar su participación en las sesiones de los concejos municipales, restricciones en el acceso a la información, imposición de tareas que no les corresponden, sanciones injustificadas (descuento o retención de salario), limitaciones en el ejercicio de sus derechos laborales y sociales (problemas de salud, casos de embarazo, parto y puerperio o en la negativa a solicitudes de licencias justificadas), calumnias, difamación e injurias. (ACOBOL, 2013 p. 38)

Normalmente, estas acciones son seguidas de violencia física, llegando incluso al feminicidio.

Según miembros de la Asociación de Mujeres Asambleístas de Bolivia (AMADBOL), todas las mujeres que son parte de su organización han sufrido a lo largo de sus mandatos algún tipo de violencia. Un ejercicio realizado por AMADBOL, de cara a construir su plan de trabajo para la Comisión de Acoso y Violencia Política 2019–2020 identificaba que entre las principales causas de violencia y acoso político se encuentran las siguientes:

 

La discriminación por género: se refiere al solo hecho de ser mujeres. A criterio de las asambleístas, a “los hombres no les gusta que una mujer les fiscalice o les diga qué hacer[1]”; para los asambleístas varones la mujer no tiene la capacidad, ni la autoridad para ejercer fiscalización. Por otro lado, independientemente de la formación de las mujeres se les asigna tareas de secretaría, logística e incluso abastecimiento de comida en viajes o eventos especiales, reafirmando así los tradicionales roles de género.

 

Su origen en cuanto representación: no es posible generalizar, pero muchas mujeres han incursionado en la vida política a través de organizaciones de base sindicales, indígenas o gremiales. Este es otro factor de discriminación, se ridiculiza o menosprecia a estos sectores, con calificativos o gestos claramente racistas.

El grado de formación y conocimiento: si bien existe un gran grupo de mujeres con formación académica, a la par existe también un gran número de mujeres que no han logrado pasar del nivel de escolaridad básica, este factor es clave para sufrir violencia e intolerancia de parte de los asambleístas varones y, en algunos casos, mujeres. Los hombres apelan de manera reiterada a la falta de formación de las mujeres para descalificarlas, no obstante que en áreas rurales la mayoría de los varones no pasan de la formación escolar básica.

Rivalidad entre mujeres: existe un consenso total de que las rivalidades entre mujeres son frecuentes y difíciles de solucionar. Las asambleístas afirman que las mujeres son “rencorosas” y que no “perdonan”, por ello mismo, reafirman la idea de que es mejor “trabajar con hombres que entre mujeres”. De fondo, estas aseveraciones y actitudes lo que hacen es reconocer la autoridad masculina, bajo el argumento contundente de que “los hombres son más solidarios” con las mujeres, que las mujeres con mujeres (Farah y Sánchez, 2008).

La gestión compartida: son acuerdos para compartir a medias una gestión. Consiste en firmar un documento (hay casos en los que el acuerdo es verbal) que compromete al o la titular a renunciar al cargo a los dos años y medio de gestión, para que él o la suplente asuma la titularidad.

[1] Por ejemplo, el caso de Vicencia Apaza, concejala del Municipio de San Pedro de Cuarahuara https://www.paginasiete.bo/nacional/2018/12/27/vicencia-la-concejala-que-combate-el-acoso-politico-en-una-moto-204324.html?fbclid=IwAR20T_gIF6CNTSQBWQ-Cd7JHw9nXzBT6bOcpM_7gJaaOsy906upPSgB6sw. Consultado el 25 de mayo de 2019.

Paridad, alternancia y gestión compartida

Se coincide en señalar que la figura de “gestión compartida” es ilegal y que, por lo mismo, no está normada (AMADBOL, 2018; ACOBOL, 2018; Observatorio de Paridad Democrática, 2018). No hay mucha información sobre el origen de esta práctica, sin embargo, parece que los primeros casos se registraron en los representantes de los sindicatos del trópico de Cochabamba.

El 2013, se registra por primera vez una huelga masiva de concejalas suplentes en la Alcaldía de Cercado Cochabamba, misma que pedía la renuncia de los concejales titulares, para dar paso a la “alternancia” política. David Herrada, presidente del Concejo de esa gestión, afirmaba que la “alternancia sólo tendría vigencia en los municipios del trópico cochabambino y otros del área rural, donde sí existen compromisos de gestión compartida entre titulares y suplentes” (citado por La Razón, 2013).

Al mismo tiempo, Everlinda Solar, representante de Villa Tunari, sostiene que “(…) la alternabilidad de cargos se acata en cumplimiento a un acuerdo firmado entre los concejales, que resolvieron establecer una ‘gestión compartida’, pensando en el bien de sus regiones” (citado por La Razón, 2013); además, afirmaba que esta forma de “alternancia en los cargos electos es inédito en el país, pues antes no se lo conoció de manera pública” (ibid.). La extrema medida de las concejalas fue realizada porque a pesar de estas declaraciones y de existir una resolución evocada del Séptimo Ampliado de Autoridades MAS-IPSP en diciembre del 2012, que resolvía por unanimidad que los suplentes asumieran la titularidad en enero de 2013, la misma no se cumplía. Como menciona Solar, es posible que las alianzas para gestiones compartidas hayan sido una práctica común en diversas regiones, sin embargo, es recién luego de los hechos descritos que se las visibiliza.

La investigación denominada El acoso y la violencia política hacia las mujeres en Bolivia. Avances formales y desafíos reales para la igualdad, realizada por ACOBOL (2013) en el marco de una alianza interinstitucional, afirma que los acuerdos de “gestión compartida” se producen incluso entre los principales partidos políticos, con el objetivo de:

(…) otorgar un acceso equitativo a los representantes de determinados lugares, siguiendo una lógica “prebendal” muy extendida en la cultura política boliviana, que supone que tener a un representante apoyado por ciertas bases garantizará la canalización de recursos y obras hacia ese territorio en particular o a favor de ese sector determinado. (ACOBOL, 2013, p. 45)

Para las miembros de AMADBOL, el problema es más bien de carácter económico personal; argumentan que los Asambleístas Suplentes no reciben remuneración económica y que, por ello, se realizan alianzas y firman acuerdos, que son refrendados por las organizaciones matrices del sector al que representan, en la mayoría de los casos se acuerda compartir la gestión a la mitad, así ambos se benefician económicamente. En muchos casos, los problemas comienzan cuando estos acuerdos no se cumplen; los suplentes inician una serie de acciones de presión, pudiendo llegar a casos de violencia física, psicológica y social. Sin embargo, hay varios casos registrados en los que la presión a las mujeres para que dimitan comienza inmediatamente luego de asumir el cargo (AMADBOL, 2018).

Ambas afirmaciones son reales. Por un lado, es extendida la cultura de las negociaciones extralegales, que buscan beneficios concretos para ciertos sectores, muchos de los cuales caen en acciones prebendales. Por otro lado, sobre todo en los municipios rurales pequeños, hay una expectativa de mejorar sus ingresos y acceder a redes de poder político. De fondo, estas afirmaciones evidencian los límites de la norma frente a los múltiples actores e intereses que interactúan en el escenario político partidario y que influyen en los niveles de violencia política hacia las mujeres.

De 117 casos denunciados el año 2018, al menos 51 (44 %) fueron por la figura de “gestión compartida”. La Ley 026 del Régimen Electoral establece la elección de Asambleístas Departamentales por Población y por Territorio, mismos que deben contar con sus respectivos suplentes bajo un criterio de paridad y alternancia “definido” en el art. 11 de la mencionada ley[1]. Para los técnicos de ACOBOL, uno de los argumentos recurrentes para realizar acuerdos de gestión compartida es precisamente una mala interpretación del concepto de “alternancia”, por ello mismo, sugieren “normar” lo que significa (ACOBOL, 2013). Esta afirmación se refleja también en el argumento realizado por los concejales de Cochabamba al momento de apoyar la gestión compartida, entendiendo la misma como cumplimiento de la alternancia.

Los casos descritos dejan claro que además de una mala interpretación, se trata de usar e instrumentalizar el concepto de “alternancia” para validar la demanda y el ejercicio de la gestión compartida.

[1] Artículo 11. (EQUIVALENCIA DE CONDICIONES). La democracia intercultural boliviana garantiza la equidad de género y la igualdad de oportunidades entre mujeres y hombres. Las autoridades electorales competentes están obligadas a su cumplimiento, conforme a los siguientes criterios básicos: a) Las listas de candidatas y candidatos a Senadoras y Senadores, Diputadas y Diputados, Asambleístas Departamentales y Regionales, Concejalas y Concejales Municipales, y otras autoridades electivas, titulares y suplentes, respetarán la paridad y alternancia de género entre mujeres y hombres, de tal manera que exista una candidata titular mujer y, a continuación, un candidato titular hombre; un candidato suplente hombre y, a continuación, una candidata suplente mujer, de manera sucesiva.

La gestión compartida y la justicia indígena originaria, usos y costumbres

La revisión de las denuncias y casos[1] nos vuelve a dar una “ruta de la violencia” para conseguir la renuncia y el cumplimiento del acuerdo. Se parte de la violencia psicológica del suplente a la titular, pasando luego al acoso y violencia física directa del suplente a la titular en alianza con el sector al que representa o ha sido testigo del acuerdo. Por ejemplo, en los casos de Jesús de Machaca y Huarina Omasuyus en el departamento de La Paz, son las autoridades originarias las que se suman a las amenazas (violencia psicológica) y agresiones (violencia física), llegando a solicitar que los casos sean tratados por un Tribunal Indígena Originario Campesino. Este procedimiento nos permite establecer que más allá de cuál sea la vía adecuada (la justicia ordinaria o la justicia indígena) para resolver el conflicto (es decir, si procede o no la renuncia), ya se ha ejercido violencia y acoso sobre estas mujeres.

Según el Protocolo de Actuación Intercultural de las Juezas y Jueces, en el Marco del Pluralismo Jurídico Igualitario, los derechos de las naciones y pueblos indígena originario campesinos “(…) a la libre determinación y a ejercer sus sistemas jurídicos deben ser interpretados desde y conforme a la Constitución y las normas del bloque de constitucionalidad, de manera favorable y progresiva” (Naciones Unidas, 2017, p. 163), siguiendo los criterios de interpretación establecidos en la Constitución Política del Estado. En ese sentido, cada caso es analizado de manera particular para determinar si tiene competencia la jurisdicción indígena originaria campesina (ibid).

Por ejemplo, los casos de violencia sexual y feminicidio, según la Ley 348, serán derivados a la justicia ordinaria de conformidad con la Ley de Deslinde Jurisdiccional, sin embargo, siguiendo las recomendaciones emanadas del Protocolo, se establece también que:

 [en los] (…) casos de violencia contra las mujeres (sin efectuar discriminación por tipo de violencia), a partir de la Recomendación 33 del Comité para la Eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer, es la mujer la que debe decidir a qué sistema jurídico se somete. (Naciones Unidas, 2017, p. 164)

La decisión que asuma debe basarse en un consentimiento informado. En otras palabras, podrían ser las mismas mujeres las que apelen al Tribunal Indígena Originario Campesino o a las Normas y Procedimientos Propios, para resolver los conflictos.

En la revisión bibliográfica realizada disponible sobre el tema, no se registra un solo caso en el que las concejalas o asambleístas mujeres hayan recurrido o apelado a la Justicia Indígena Originaria Campesina para resolver los conflictos. Por el contrario, como vemos en los casos de Jesús de Machaca y Huarina, son las autoridades originarias las que reclaman el derecho de las Naciones y Pueblos Indígena Originarios y Campesinos a declararse competentes para solucionar los casos demandados, en tanto que las mujeres se ven obligadas a recurrir a la justicia ordinaria para hacer prevalecer sus derechos. Esto, en total contradicción con las normas y acuerdos para eliminar toda forma de violencia contra la mujer, aspecto establecido también en el art. 5 numerales II y IV de la Ley de Deslinde Jurisdiccional 073. El primero garantiza y respeta el ejercicio de los derechos de las mujeres, así como su participación, decisión, presencia y permanencia en cargos y administración de justicia. El segundo dispone que todas las jurisdicciones prohíben y sancionan toda forma de violencia contra mujeres (niña y adolescente), a la vez que establece que cualquier tipo de conciliación es ilegal (Naciones Unidas, 2017). Entonces, si la norma obliga a sancionar cualquier tipo de violencia contra las mujeres, la jurisdicción indígena originario campesina podría sancionar la violencia contra las mujeres, sin embargo, como ya hemos descrito, ocurre lo contrario, las mujeres son excluidas de la protección de la Justicia Indígena Originaria.

Sin ánimo de generalizar, podemos afirmar que existe un patrón de los acuerdos realizados (sean escritos o verbales). Primero, se establece el monto a ser cancelado mensualmente al suplente; segundo, se acuerda la renuncia a mitad de gestión y, tercero, se definen las sanciones en caso de incumplimiento[2]. No se refleja en los acuerdos temas de gestión, administración o planes políticos; son acuerdos que tienen la finalidad de precautelar los derechos individuales del suplente varón, tal como expresa el testimonio recogido por Julia Colque: “La gestión compartida sólo es para las mujeres, acaso a los hombres los hacen renunciar a la fuerza o los golpean e insultan” (Colque, 2016). Eso tiene que ver con el hecho de que aún no se ha roto el “monopolio del poder masculino”, que facilita las alianzas entre varones, un escenario donde la paridad se ha convertido en una consigna política que coloca a las mujeres en una situación de indefensión y riesgo permanente (ACOBOL, 2014).

Entonces, nos preguntamos: ¿qué elementos económicos, políticos o administrativos subyacen en los acuerdos de gestión compartida realizados?, ¿por qué se activan los mecanismos de normas y procedimientos propios ejerciendo violencia física sobre las mujeres?, ¿por qué las mujeres indígenas, originarias y campesinas no apelan a la justicia indígena para defenderse ante casos de acoso y violencia política?  Preguntas que, además de buscar profundizar en la problemática planteada, pretenden abrir un debate sobre la persistente masculinización del escenario de representación política.

 

Reflexiones finales

 

Por las características del tema, no podemos decir que el documento esté cerrado. Por el contrario, es necesario abrir un debate sobre el particular, con la finalidad de comprender mejor los mecanismos de los acuerdos, pero también las alegalidades normativas que lo alientan. Sin embargo, para finalizar queremos precisar tres aspectos:

  1. a) Sobre el escenario de participación política de las mujeres

El escenario de participación política en el que incursionan todas las mujeres, pero de manera particular las mujeres indígenas, originarias y campesinas, es un escenario masculinizado; esta masculinización de la vida política hace que las reglas institucionales de competencia y participación política no tengan efecto igualitario entre hombres y mujeres (Cerva, 2014, p. 21). A su vez, este escenario produce una “masculinización de las mujeres” que termina naturalizando la violencia. Cuando las mujeres salen al escenario público, son obligadas a transformar su identidad femenina, definida culturalmente por valores de la vida privada y emocional, para asumir valores masculinos (Farha y Sánchez, 2008); es común escuchar las luchas cotidianas que las mujeres realizan para mantenerse en un espacio hostil. Es decir, al encontrarse –las mujeres– en una situación de desventaja, se ven obligadas a desplazar tiempos familiares, tienen que aprender a ser fuertes y no llorar, como dicen diversos testimonios de las miembros de la Asamblea de Mujeres Asambleístas de Oruro (AMADOR): “tienen que aguantar”, tienen que “aprender a soportar” todos los atropellos, violencia  y acoso  para que se reconozca su trabajo.  Esto último es visto como un logro y es motivo de orgullo, naturalizando de esta manera la violencia y creando precedentes de impunidad.

  1. b) Sobre la atención de la violencia y acoso desde las normas y procedimientos propios

Las Declaraciones de las Naciones Unidas y Americana sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas contienen normas específicas referentes a la protección que se debe dar a las mujeres, así como a garantizar su participación en la vida política y social. En ese sentido, los Estados deben establecer normas que busquen el cumplimiento de estos derechos en consulta y coordinación con los pueblos indígenas.

Como hemos descrito, en la práctica, estas recomendaciones no se aplican; las normas y procedimientos propios no garantizan los derechos de las mujeres indígenas, originarias y campesinas que incursionan en política. Los casos descritos son un antecedente de la “alianza natural” desarrollada entre hombres, mismos que apelan a las causas de discriminación y acoso descritas para ejercer presión y violencia sobre las mujeres. Además de las agresiones físicas y psicológicas, la amenaza de quitarles tierras y vivienda coloca a las mujeres en situación de indefensión absoluta en sus territorios de origen y representación naturales, lo que en muchos casos termina en la migración forzosa de las mujeres.

  1. c) Sobre la gestión compartida

 

Queda establecido que la “gestión compartida” no es una figura “tradicional” que responda a usos y costumbres de los pueblos indígenas originarios y campesinos, su práctica es reciente y coincide en temporalidad con la inclusión de los principios de alternancia y paridad establecidos en la Constitución Política del Estado, la Ley 018 del Órgano Electoral y la Ley 026 del Régimen Electoral.

Por otro lado, no se puede presuponer que la firma de acuerdos sea realizada de manera consentida y con pleno acuerdo, hay muchos factores que influyen en la consolidación de los mismos (desde intereses partidarios, económicos, entre otros); en ese sentido, es necesario identificar: ¿qué factores subyacen a la firma de los acuerdos para la gestión compartida?, ¿cómo se involucra la organización de base?, ¿qué valor le da al acuerdo la organización de base?, ¿cómo identifican las comunidades y organizaciones indígenas y campesinas la gestión pública?, ¿por qué las organizaciones indígenas no garantizan la integridad física de las mujeres?, ¿cómo se comprende los derechos de las mujeres en el marco de la justicia indígena?

A modo de sugerencias

Los múltiples actores y factores que influyen en esta problemática hacen difícil concentrar las recomendaciones taxativas, por ello, realizamos más bien algunas aproximaciones a modo de sugerencias, que buscan trabajar el tema de una manera más integral.

  1. a) Sobre los acuerdos de gestión compartida: sin caer en ilegalidades, es necesario explorar la pertinencia de refrendar los acuerdos de gestión compartida desde los Tribunales Electorales Departamentales. Si bien los acuerdos no son legales y tampoco corresponden realmente a las normas y procedimientos propios, son una práctica que no va a ser erradicada a la brevedad, y son una de las causas principales de acoso y violencia política.

No se conoce el número, pero lo cierto es que existen acuerdos de gestión compartida que han sido cumplidos, por ello, sería interesante desarrollar una investigación para determinar cuáles son los factores que influyen en el cumplimiento de los mismos, además del tema de género.

  1. b) Sobre los suplentes: es necesario explorar la posibilidad de incorporar a los suplentes de manera activa, con la posibilidad de sesionar y de asumir responsabilidades, tal como ocurre en otras instancias representativas en el nivel nacional.
  1. c) Normas y procedimientos propios: si bien se contempla el resguardo de los derechos civiles y políticos de las mujeres, en todas las instancias, es también evidente que las mujeres están desprotegidas y sus derechos son vulnerados, en muchos casos a nombre de las normas y procedimientos propios y apelando a tomar jurisdicción desde la Justicia Indígena Originaria Campesina (JIOC). A este nivel, es necesario profundizar el régimen de despatriarcalización, no solamente desde las sanciones, sino desde un ejercicio de prevención; para ello, la socialización, capacitación y formación en estos temas debe ser permanente.

Por otro lado, es necesario explorar la posibilidad de incorporar dentro de la JIOC un protocolo de atención inmediata a denuncias de acoso y violencia política contra las mujeres, de tal manera que los usos y costumbres propios tomen en cuenta en su accionar las recomendaciones realizadas sobre los derechos de las mujeres y se coadyuve desde lo cotidiano a despatriarcalizar y “desmasculinizar” la participación pública y política de las mujeres.

[1] Nos referimos a fuentes hemerográficas, los informes de ACOBOL, AMADBOL, el Observatorio de Paridad y Democracia, debidamente mencionados en las referencias.

[2] Caso de Huarina Omasuyus, La Paz, facilitado por IDEA.

Referencias

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Documentos:

Documento Interno de Casos de Gestión compartida: Caso 1 Jesús de Machaca, La Paz – Caso 2 Huarina, Omasuyus, La Paz.

Documento interno: Plan Operativo de la Comisión de Acoso y Violencia Política (2019– 2020), AMADBOL.